Nombre

Me lo dijo después de varios meses, a la vuelta de nuestro primer viaje juntos. Un viaje mágico, lleno de momentos para meter en portarretratos (aunque hubo pocas fotos, ni pensábamos en las fotos). Un cruce al otro lado del charco sacado como un conejo de la galera, porque lo necesitábamos. Los viajes definen muchas cosas y queríamos saber cómo nos iba. Ella por sus motivos, yo por los míos. Mi experiencia decía que cada vez que había viajado en pareja a las pocas semanas se terminaba. Necesitaba saber si esta vez iba a durar, estaba cansado de saltar de nube en nube. En las nubes nunca hay nada.

¿Seguro que querés saber?, me dijo. Ella siempre me hablaba de su «ex»: «mi ex» de acá, «mi ex» de allá, hasta que ese día, volviendo en Buquebus, le pregunté cómo se llamaba. Seguro, le contesté, dale. Y ella, que no le miente ni a un vendedor ambulante, me respondió con las mismas ocho letras de mi nombre, pronunciadas como cualquier otra palabra del diccionario ―como si hubiera dicho «zanahoria» o «cuaderno»― y me mató. El viaje mágico, lleno de momentos para meter en portarretratos, se había ido a la mierda en diez segundos.

Yo y mi costumbre de preguntar, de ir al hueso. No aprendo más. Años buscando alguien para construir una relación grande. Decenas de intentos fallidos por una cosa o la otra: cierta ingenuidad sobre cómo funciona el mundo, demasiado caso a la familia y los mandatos, diferencias sobre el valor de los espacios propios, un gato de angora que le impregna la ropa de olor y pelos, o simplemente falta de piel. Y cuando creí haberla encontrado, esto.

¿Qué le costaba decirme otro nombre? Inventar algo, si total no lo voy a ir a buscar a su Facebook. ¿Cómo no se dan cuenta del daño? La capacidad de herir de una mujer no tiene fondo: dan amor y lastiman como nadie. Ni con la saña más encarnizada un tipo puede provocar lo que una mujer con una frase o una mirada.

Yo, que me creía diferente, especial en el buen sentido, me sentí el ser más insípido de la Tierra. Una copia. La copia burda de un flaco que un día la derritió con una flor y una carta escrita a mano, la malcrió con un desayuno en bandeja o lo que sea que hacen los novios para deslumbrar a su chica. Habían ido juntos a Roma y París, eso me lo había contado ella, y yo apenas la había cruzado a Uruguay. Es mentira que el amor vive de gestos simples. Únicamente después de los fuegos artificiales la pareja se puede alimentar de menudencias, y siempre hará falta el regreso a la gran aventura para que la magia no se congele. Sin ilusiones la pasión es una rama seca.

Vio mi cara gris como un recién diagnosticado de cáncer ―seguro que lo vio― y me dijo que no me preocupara. Que era sólo una coincidencia, que ya ni le prestaba atención, que no éramos nada que ver, y dos cosas más que preferí no haber escuchado. «¡Olvidate!». Me pone loco esa expresión o que intenten levantarme el ánimo cuando estoy en el pozo. Que me dejen en paz. Lo único que quiero es irme a la punta de una montaña, ponerme los auriculares y que el viento helado me destruya el pensamiento.

Que no éramos nada que ver. ¿Qué quería decir eso? No era ninguna boluda y si había estado con el flaco diez años ―siete de convivencia― era por algo. No podía ser un elogio, había querido decir otra cosa. O peor, no decir nada. Una frase vacía lista para usar en caso de necesidad. Porque la había pronunciado enseguida, sin pensar, una reacción instantánea como las líneas de una obra ensayada hasta el cansancio. Meses preparándose para cuando llegara el momento de manotear el salvavidas. Y había llegado, había buscado que llegara. «Mi ex, mi ex, mi ex». Hasta ahí no me lo había dicho porque pensaba que no me lo iba a aguantar, pero después se hartó ―como se harta de tantas cosas― y me lo echó encima. ¿En que éramos distintos? Sabía que jugaba al rugby, el típico nene bien de San Isidro lleno de plata y músculos. Administraba una cadena de hoteles boutique de los padres y se la pasaba viajando, me lo había contado la segunda vez que nos vimos. Obvio que en eso éramos distintos. ¿Pero en qué más? ¿En la cama? ¿Por eso no me miraba a los ojos al acabar? ¿Por el nombre o porque no quería darse cuenta de lo distintos que éramos? Se me hizo gigantesco, un Goliat, y yo con una gomera ridícula en el bolsillo. ¿Distintos porque él se había animado a dejarla y yo me arrastraba detrás de ella como una babosa feliz? La odié.

¿Por qué no me mintió? Nadie quiere que le digan la verdad cuando la verdad lastima, por más sinceridad que nos hayamos jurado el día que vimos que iba en serio. La mentira no es enemiga de la verdad, muchas veces es su mejor compañera. Cuando está en juego una relación, atarse como un cordero a los hechos es una estupidez. Hay que decir lo que el otro quiere escuchar y punto, inventar algo, o de última callar. Eso es más honesto y sabio que cualquier otra cosa.

Por eso me decía siempre por nuestro sobrenombre. Había surgido así nomás: yo pronuncié mal una palabra, ella se rió ―es implacable con las palabras, se regocija con el error ajeno― y a partir de ahí nos empezamos a decir así. Yo aplaudía el chiste como una foca, nuestro dulce código de enamorados, pero era ella que necesitaba rebautizarme, etiquetarme y ponerme en un estante distinto, lejos de recuerdos todavía frescos. Lo que no sabía es que estoy podrido de las etiquetas y los estantes, por más lustrosos que sean.

Como si me hubiera picado una cobra, vi mi vida repetirse en una secuencia interminable de minas para las cuales nunca había sido yo mismo, sino la continuación de otro. Una secuela. Un eterno segundo, como en casa, un hermano arriba y otra abajo, un año más chica, la joyita de la abuela y de la familia entera. No llegué a reinar ni siquiera un par de años. Hasta con la facultad les di el gusto, porque mis hermanos hicieron lo que se les cantó la gana y el único que ahora puede seguir el estudio del viejo soy yo. Pero todas las minas llegan con un pasado encima. ¿Qué tenía de raro eso? Un puto nombre de mierda: ¡el mío! Y aunque no era de los comunes, mis padres no habían sido originales. Un nombre, otro flaco, y después de todos, yo, un nohombre. Es ridículo que me siga persiguiendo, pero ¿cuál es el antídoto? Una vez me contaron que hasta último momento no se decidían, que tenían un nombre que les encantaba pero lo cambiaron justo antes de anotarme. Jamás me dijeron cuál era, ni el motivo, pero esto no habría pasado si no hubieran obedecido esa corazonada idiota. Ayer me vinieron a ver y los eché a patadas, peor que cuando era adolescente. Están viejos pero que se hagan cargo.

Esa noche del Buquebus pensaba volver y dormir juntos para cerrar el viaje con moño. No pude. Ella intentó todo, cualquier cosa, pero nada me salva cuando me doy de jeta contra el piso. Podía sentir las puntas astilladas al pasarme la lengua por los dientes. Habíamos comprado un recuerdo. Un búho multicolor del tamaño de una pelotita de golf, hecho con papel maché. Amo los búhos. Esperé unos días a que se me pasara, pero no pude sacarme el veneno. Terminé tirándolo por la ventana. El búho rebotó en la vereda y quedó en el medio de la avenida, sobre la raya blanca que divide los carriles. Me quedé mirando hasta que los autos lo convirtieron en una lámina descolorida. Y ahí sigue todavía.

About Sebastián García Posse

Leyendo se conoce y desconoce a la gente. Es la idea. Bienvenidos, S.
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